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Detalles
Escrito por Alma Santillán
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¿Cuál es misterio de la vida un día cualquiera, al terminar de trabajar al filo de la medianoche con la espalda contracturada y las piernas acalambradas, con ardor de ojos y una bomba de tiempo en la cabeza que hace tic-tac al ritmo de las manecillas del reloj que debió marcar la salida hace varias horas?

 

Tiempo extra. Con una chingada, ¿no saben que tengo una vida?, o al menos pretendo tenerla. Poner un pie fuera de esta oficina con luz de sol se ha convertido en un triunfo aún mayor que no regalar el cheque de cada dos semanas al de la renta y los servicios, al del taxi, al de la cocina económica y de vez en cuando al de la cantina.

Lo que pasa es que sí quiero crear pero termino tan hasta la madre de ver la misma pinche pared frente a mí, que de nada sirve llenarla con recortes de revistas donde el sol brilla y se refleja en el mar y en la arena blanca, o donde puedes sentir el vértigo adictivo de ver tu pie a la orilla de un acantilado y que el viento golpee tu cuerpo amenazando con tirarte; paisajes que me recuerdan que afuera hay un mundo, ya no digas esperándome: existiendo. 

El ruido de las lámparas se ha convertido en mi peor pesadilla, en mi soundtrack de vida; temo que sea lo primero que escuche al despertar y amanezco sobresaltado pero aliviado pero angustiado porque no estoy en la oficina pero en unos minutos volveré a estar bajo la luz fría y el dzzzzzz incesante. 

Bueno fuera que ese sonido me taladrara la mente nada más durante ocho horas menos cuarenta minutos de comida, pero me he convertido en un maldito zombi con cadenas invisibles y tremendamente pesadas y atadas a un escritorio a medio acomodar en un cubículo porque en la cadena de mando estoy muy abajo para pedir una oficina.

Sueñas que te van a dar una oficina, me dice cada vez que me quejo -es decir, diario- la secretaria que después de ocho años sigue en el pasillo, junto a mí, con su monitor de principios de siglo y su radio que amplifica la señal de la Ke Buena y me devuelve a la casa de la abuela que llevo meses sin visitar porque me la paso trabajando. Así has de ganar, me dijeron con intriga que yo procesé como burla –y de las peores- los parientes que me alegra no frecuentar porque ya los habría sacado de su error a fuerza de latigazos con mis cuentas por pagar; ya quisiera recibir un salario siquiera cercano a los gastos que me representa tragarme las ganas de decirle sus verdades a mi jefe, que resulta ser el gato del verdadero jefe, pero como sea, ni uno ni otro hacen nada, apenas pueden juntar dos frases sin meter al menos un más sin en cambio y otros horrores lingüísticos que no me explico de qué manera les han permitido ser adultos (¿?) medianamente funcionales. 

Y sí: me caga resolverle la vida a todos menos a mí; no soporto el sonido del checador y la plática pendeja de oficina que se organiza en cada festejo de cumpleaños con tacos de guisado que mandan traer del vendedor ambulante que parece tener mejor fortuna que yo. Pinche fortuna, que sólo la conozco en la rueda, pero siempre desde tierra, sin dejarme abordar; quizá porque le tengo miedo a subir y bajar en secuencia, y a los ciclos que nunca terminan, y a las espirales. Pero qué digo, es exactamente la descripción de mi existencia de unos años para acá.

Por qué no me he largado, es lo que me gustaría contar. Resulta que he estado en la puerta pero siempre vuelvo, como a una adicción pero sin la diversión; me refiero a que esto me da algo, claramente, y eso es la posibilidad de no morir de hambre, dinero, pues. He notado un patrón de codependencia con este empleo: justo cuando estoy redactando mi renuncia, recuerdo que he estado en peores lugares y la luz blanca me hace sentir como en casa, como que si le doy imprimir al documento no tendré un sitio al cual llegar todas las mañanas y quejarme de que siempre es lo mismo con esta gente, con estos problemas por solucionar, con este escritorio a medio camino y con una pared de la que yo dispongo para decorar. Y en ese momento regresa la tranquilidad, y mi cabeza no estalla, y disfruto de pasar el día encerrado porque quienes vienen de entrada por salida se quejan de que afuera hace un calor infernal, y que el tráfico cada vez está peor, y que ya quisieran un trabajo con un horario y pago seguro y todas esas mamadas que al final del día no  traen calma, al menos no a mí, al menos no siempre. Odio-amor-odio-amor.

Y nunca he sido bueno para las dualidades, es sólo que reparto mis momentos de bienestar con los de hartazgo. En mi primer empleo me dijeron que tenía problemas con la autoridad, nada más porque cuestionaba las decisiones de mis superiores; pero cómo no iba a hacerlo si lo que proponían para tener las cosas en orden era una absoluta pendejada que implicaba que la gente hiciera las cosas por lo menos dos veces, pero no para cerciorarse de la calidad de los procesos, sino porque tenían la idea de que entre más personas tuvieran acceso a todos y cada uno de los pasos, el control sería mayor. Qué control iban a tener, si lo mismo ponían a un licenciado, a un técnico, o a un becario, cuando se trataba del trabajo de un ingeniero. ¡Un ingeniero, por Dios! Claro que reclamaba por el teléfono descompuesto que se creaba, cómo no iba a hacerlo. Me dijeron altanero, prepotente y engreído. Yo lo resumiría con: mamón pero eficiente. Y pues, fuera.

Por lo menos aquí no me dicen eso; lo que sí, es que toman en cuenta lo que les digo. Alguna vez escuché a un par de compañeros decir que nadie me enfrentaba porque les daba miedo que me volviera loco y les gritara ahí mismo; poco sabían de mi vida, de mi historia, pero que a juzgar por los recortes pegados en mi pedazo de pared, era una persona con cierta frustración por lo que no había podido hacer y que mi espíritu libre habría de traicionarme algún día. Lo que uno se entera de uno mismo con los chismes que en el baño se cuentan mientras no saben que estás dentro.

No converso con mucha gente, o debiera decir con nadie, salvo por la secretaria que a veces asoma las narices a mi monitor con el pretexto de ver qué nueva fotografía de la Travel Magazine pegué en mi pared; no es que realmente le interese lo que pasa por mi vida o por mi mente, sino que tiene una evidente necesidad de ser una distracción constante para quien esté cerca, pero lo hace solamente mientras suenan los comerciales en la radio, porque disfruta la programación musical de nueve a tres, hora en que corre con bolsa en mano a la salida y me deja, por fin, seguir tecleando en paz y en silencio.

Seguramente no tienes idea de por qué te cuento todo esto. Pero no importa; gracias por leer hasta aquí. Dudo que vuelvas a recibir un correo mío. Si te lo preguntas, no: no soy un asesino serial ni te espío. Es hora de irme, tengo la espalda destrozada y me duele la cabeza. Buenas noches, y hasta luego.

José Antonio envía correos electrónicos al azar desde su oficina, casi siempre a medianoche; tiene varias denuncias en portales de seguridad virtual. Su perfil dice que tiene 35 años y que es fotógrafo freelance.

 

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